Revista de Psicoterapia Humanista Corporal - Edición 3

El trauma

Sanación multidimensional que permite el desarrollo de la persona.

Mtra. Stephannie Morato Romero*

Las personas estamos en un continuo proceso de desarrollo de nuestras potencialidades que dura toda nuestra vida. Como somos seres multidimensionales, conformados simultáneamente por diferentes aspectos: el físico, el emocional, el mental y el espiritual; entonces el proceso de desarrollo se da en todos estos ámbitos. Por ello, diferentes teóricos han hablado del desarrollo humano desde diferentes perspectivas: Freud nos hablaba del desarrollo psicosexual, Piaget del cognitivo, Erikson del psicosocial, Kohlberg del moral, Wilber del desarrollo de nuestra conciencia, entre muchos otros.

En nuestro desarrollo y conformación como personas hay una estrecha relación entre factores biológicos como la información genética, el funcionamiento de nuestro sistema nervioso y endócrino; y factores ambientales como la sociedad en la que crecemos, las características de la familia a la que pertenecemos, y las experiencias que vivimos, pues éstas nos van marcando y, en cierta medida, conformando. En ocasiones estas experiencias pueden ser traumáticas. El trauma no es el evento externo que nos sucede como tal, sino lo que se produjo dentro de nosotros como consecuencia de ese evento externo (Maté & Maté, 2023). Las experiencias traumáticas las podemos vivir en cualquier momento de nuestro desarrollo, incluso desde el útero materno. Si vivimos experiencias traumáticas en el útero o en la primera infancia, nos suelen marcar de manera más profunda por diversas razones, como que en esas etapas no tenemos muchas habilidades ni recursos para defendernos, estamos formando nuestra concepción del mundo, de nosotros mismos, estamos en proceso de aprender las dinámicas de relacionarnos con otros, etcétera. Si vivimos situaciones adversas en esas etapas podemos formar creencias negativas muy arraigadas, por ejemplo “el mundo es peligroso”, “no soy merecedor”, “nadie me quiere”, “no sirvo para nada”. Asimismo, podemos aprender a relacionarnos con las demás personas de maneras disfuncionales a partir de las primeras relaciones que formamos, las cuales servirán como modelos para que nos vinculemos posteriormente en la adultez con otras personas.

Gabor Maté (2023) dice que a veces podemos sufrir un trauma no por algo que haya sucedido, sino por algo que no sucedió, pero debería haber sucedido: no haber sido vistos, atendidos emocionalmente, contenidos, por no haber recibido cariño físico, o alguna otra necesidad que hayamos tenido y haya quedado insatisfecha.

Si vivimos traumas durante nuestro desarrollo, serán diferentes a los traumas que se viven únicamente en la edad adulta porque éstos se van plasmando en el desarrollo que tiene el cerebro, moldeándolo a través de la neuroplasticidad, por lo que estas huellas pueden permanecer por el resto de la vida e influir en las interpretaciones que hacemos de la realidad y en los mecanismos que utilizamos para responder a las experiencias que vivimos. Una persona que nunca vivió trauma en el desarrollo, o que nunca vivió con un trauma prolongado y repetido, pero que en la adultez experimenta una situación traumática tiene muchas más posibilidades de sanar ese trauma y lo puede hacer de manera mucho más rápida. Pero cuando las personas vivieron trauma durante su desarrollo o vivieron traumas prolongados y repetidos, los pronósticos son peores porque sanar el trauma implicará cambiar muchas creencias, interpretaciones y mecanismos aprendidos desde la infancia o desde hace mucho tiempo. Algunos teóricos han intentado darle un nombre más específico a este tipo de traumas, como Van Der Kolk (2020) que lo llamó “trauma del desarrollo”, o Judith Herman (2004) que propone el nombre de “desorden de estrés postraumático complejo”.

Como somos seres multidimensionales, cualquier trauma tiene un impacto en cada aspecto de nosotros: un ejemplo es que no podemos ser afectados emocionalmente sin ser afectados también en nuestra psique, espíritu y cuerpo, porque, aunque quizá el evento traumático “solo haya causado un daño emocional” y no se haya presentado un “golpe” a nivel físico, las emociones que sentimos se traducen bioquímicamente generando cambios en nuestros neurotransmisores y hormonas que terminan teniendo un impacto a nivel fisiológico en nosotros. Esto es porque nuestro cuerpo y nuestra mente están conectados, y ni siquiera deberíamos decir que están conectados porque son, de hecho, una misma cosa, por ello, nos referimos a ellos con un solo término: “cuerpo-mente” (Maté, 2020).

Cuando vivimos un trauma, nuestro desarrollo se ve comprometido porque el “yo” disocia aspectos de sí mismo que consumen parte de nuestra energía, y disponemos de menos potencial para evolucionar. Estos “yoes” disociados no siguen el mismo ritmo de desarrollo que el resto de nosotros y nos llevan a presentan síntomas neuróticos. (Wilber, 2011)

Para comprender cómo se da el trauma, es esencial primero hablar de la respuesta de alerta que se genera por estrés. El estrés es una respuesta adaptativa que tiene un organismo cuando se enfrenta a una situación adversa (Cannon, 1914, como se cita en Zárate, 2014) Hans Selye investigó esta respuesta y descubrió en sus experimentos con ratas que cuando las exponía a diferentes agentes como frío, daños quirúrgicos, ejercicio muscular excesivo, intoxicaciones con diferentes sustancias, entre otros, no importaba tanto el tipo de agente al que estuviera expuesta la rata, había una respuesta muy similar en todas ellas, a la cual llamó “reacción general de alarma” (Selye, 1936). Cuando las personas estamos expuestas a una situación de amenaza externa, es decir, a una situación que provoca estrés, tenemos respuestas de alerta que nos permiten salvarnos de esa amenaza. Estas respuestas ante situaciones amenazantes las compartimos con muchos animales y son completamente saludables, además de que evolutivamente nos han permitido sobrevivir y salir adelante en circunstancias adversas.

Inicialmente, ante una amenaza tenemos una respuesta que nos permite, o enfrentarnos a la situación (lucha) o escapar de ella (huida), sin embargo, cuando ninguna de estas dos opciones nos funciona, la respuesta que utilizamos para protegernos es el congelamiento y es ahí donde se da el trauma (Levine, 2022).

Peter Levine (2022) dice que el núcleo de la reacción traumática está formado por 4 componentes, estos componentes se refieren a la respuesta que tenemos ante situaciones de amenaza externa:

  1. Hiperexcitación: en la cual hay aumento de los latidos del corazón, pensamientos desbocados, agitación y un cambio en el patrón de respiración. Es como un “acelerador” del sistema nervioso, cuyo objetivo es que despleguemos una respuesta de lucha o huida.
  2. Constricción: se contraen los vasos sanguíneos, los músculos y también nuestra percepción del entorno, de tal manera que podamos concentrarnos únicamente en la situación amenazante.
  3. Disociación: es una desconexión con nuestro cuerpo, una especie de paralización de nuestro sentido de la percepción.
  4. Congelación o inmovilización: es como un “freno” del sistema nervioso. Una vez que no se logró luchar o huir de la situación amenazante, al cuerpo no le queda más que frenar su respuesta. El problema es que cuando entra este “freno” el “acelerador” sigue puesto, generando una acumulación de energía en el sistema nervioso, la cual queda contenida.

Cuando procesamos la situación de manera saludable, logramos salir de estas reacciones y recuperamos nuestra homeostasis, tal como los animales lo hacen. Cuando los animales tienen una respuesta de estrés logran recuperar su equilibrio a través de la vibración, de los movimientos espasmódicos y de un ligero temblor, regulando así la activación de su sistema nervioso y retornando a la relajación (Levine, 2022). De esta manera la respuesta de alerta es solo temporal, no se vuelve crónica.

Pero en los humanos a veces esa respuesta de estrés se vuelve crónica y se nos dificulta regresar a un estado de homeostasis, ya sea porque las amenazas son muy constantes, porque consideramos que el riesgo que representa esa situación amenazante es muy grande o porque no contamos con las estrategias para afrontarla de manera exitosa (Barraza, 2006).

La respuesta de estrés es sumamente compleja e involucra a muchos sistemas fisiológicos del organismo, tanto así, que es estudiada por la psiconeuroinmunoendocrinología, una ciencia que “documenta desde el plano fisiológico la comunicación bidireccional entre la mente y los sistemas nervioso, inmunitario y endocrino y centra su estudio en el efecto del estrés en estos sistemas” (Henao-Pérez et al, 2023). En esta complejidad, la respuesta de estrés implica la activación de nuestro sistema nervioso simpático, que a su vez genera que las glándulas suprarrenales liberen adrenalina y cortisol a la sangre, enviando así a todo el cuerpo el mensaje de que hay una situación de amenaza para que los diferentes órganos del cuerpo respondan a estas hormonas generando los cambios necesarios para poder desplegar una respuesta de lucha, huida o congelamiento, por ejemplo, se envía más sangre a las extremidades para correr más rápido o tener más fuerza en los brazos para pelear. El problema es que esta serie de respuestas priorizan la supervivencia inmediata y se apagan parcialmente algunas funciones importantes que no son esenciales para la supervivencia inmediata como la digestión, la respuesta del sistema inmunológico (Kandhalu, 2013), la reproducción, el crecimiento, entre otras.  Por ello, tener niveles altos de cortisol en sangre de manera crónica puede tener efectos adversos en todo el cuerpo, entre ellos, úlceras intestinales, encogimiento del hipocampo, efecto corrosivo en los huesos, destrucción de tejidos, etcétera (Maté, 2020).

El trauma se da cuando no logramos luchar ni huir de la amenaza y más bien nos congelamos, de tal manera que la energía que debía ser descargada para la respuesta de lucha y huida se queda confinada en el sistema nervioso (Levine, 2022). Es así como va dejando estragos en el cuerpo, generando una coraza corporal en la que hay rigidez y disminución de la movilidad (Reich, 1957). Estas corazas corporales en un principio nos ayudaron a no sentir aquellas emociones “desagradables” o “incómodas”, pero también son muy limitantes pues no nos permiten conectar con nosotros mismos ni con los demás. Quedamos atrapados dentro de esas corazas, que son armaduras que nos protegen pero que también nos aíslan de los otros, no nos permiten mostrar quiénes somos, ni ser vulnerables, impidiéndonos sanar y vincularnos profundamente con alguien.

Para trabajar con el trauma se requiere de un proceso terapéutico que abarque todas nuestras dimensiones: cuerpo, emociones, mente y espíritu porque para sanar por completo, tenemos que trabajar con todos los aspectos que nos conforman para continuar nuestro desarrollo en todos los ámbitos. Y una característica importante que debe tener el proceso psicoterapéutico para lograrlo es ofrecer un entorno seguro y compasivo en el cual no nos sintamos juzgados ni dirigidos, sino acompañados y aceptados incondicionalmente (Rogers, 2011).

Al trabajar el trauma de manera multidimensional, evitamos que el trauma se convierta en un obstáculo que limite nuestro desarrollo, ya sea a nivel físico, emocional, mental o espiritual. Logramos que, a pesar de haber vivido las experiencias que hayamos vivido, podamos seguir desarrollando nuestras potencialidades porque, como el humanismo señala, somos seres inacabados, inmersos en un continuo y permanente proceso de crecimiento y evolución.

En la sanación del trauma debemos favorecer el movimiento libre y auténtico del organismo, soltando las restricciones, tensiones y rigidez que se generaron a manera de corazas corporales. También es necesario trabajar con la acumulación de energía que quedó contenida en el sistema nervioso (Levine, 2022). Cuando nos permitimos un movimiento auténtico y conectado con nuestras sensaciones físicas y emociones, la energía fluye libremente por nuestro cuerpo, regresamos a estar presentes en nosotros y logramos expresar todo eso que en el momento traumático no pudimos expresar, ya sea verbal o corporalmente, completando esa respuesta de lucha o huida que quedó truncada y que llevó a un congelamiento.

Para sanar el trauma no necesitamos siquiera recordar con exactitud cuál fue el evento traumático pasado pues al explorar las emociones y sensaciones corporales del presente podemos encontrar los orígenes de esos recuerdos codificados (Maté, 2023). Además, al llevar nuestra atención a nuestras sensaciones y emociones vamos poco a poco aumentando nuestra capacidad para sostener emociones “desagradables” o “incómodas” como el miedo, el dolor, la tristeza, el enojo o la impotencia. En la medida en la que ampliamos esta capacidad, tendremos los recursos para procesar lo que quedó almacenado y que no pudo ser procesado en el momento de la amenaza. Además, cuando desarrollamos nuestra interocepción, que es el conocimiento que tenemos de las sensaciones corporales internas, vamos recuperando nuestra agencia, es decir, la sensación que tenemos de estar a cargo de nuestras vidas (Van der Kolk, 2020). Como nos dice Peter Levine (2022) experimentar nuestro sentido de la percepción corporal nos facilita reestablecer la conexión con el animal que llevamos dentro, accediendo a nuestros recursos curativos y nos permite reiniciar el movimiento instintivo de la energía que se interrumpió cuando sucedió el trauma. Sanar el trauma implica conectarnos nuevamente con nuestra naturaleza, haciendo lo que los animales hacen: vibrar para liberar las tensiones musculares acumuladas, para abrir el flujo energético del cuerpo, para relajarnos. Por ello es importante trabajar con posturas psicocorporales que favorezcan la vibración en las personas, permitiendo así la liberación que se acumuló en el momento traumático y que quedó confinada en el sistema nervioso.

Sanar también implica reconectar con nosotros (Maté & Maté, 2023), reconectar con los aspectos de nuestro “yo” que disociamos de nosotros a partir de esas vivencias traumáticas (Wilber, 2011) para que no haya partes de nosotros que estén aisladas, sino que nos reintegremos para poder seguir desarrollándonos en todos nuestros aspectos.

Regular el sistema nervioso también es un punto clave en la sanación del trauma, pues éste se condiciona a tener respuestas de alerta ante eventos del entorno, incluso aquéllos que no lo ameritan. Es como un mecanismo de protección en donde nuestro sistema nervioso aprende a estar hiperalerta y a sobre reaccionar a los estímulos exteriores con el objetivo de evitar volver a estar en riesgo, como anteriormente lo estuvo. Para regular el sistema nervioso se puede trabajar a través de respirar profunda y lentamente, mandando así la señal al sistema nervioso de que no hay riesgos y se puede trabajar con el nervio vago a través de ciertos ejercicios (Rosenberg, 2017).

Sanar el trauma requiere de un trabajo multidimensional que abarque cada uno de nuestros aspectos: el físico, el emocional, el mental y el espiritual, para que podamos seguir avanzando en el proceso de crecimiento y evolución que el humanismo reconoce en cada uno de nosotros.

*Mtra. Stepannie Morato: Maestra en Psicología Clínica egresada de la Universidad de las Américas Ciudad de México; certificada del entrenamiento en Psicoterapia Humanista Corporal, del Instituto INTEGRA; licenciada en Desarrollo Humano por el Centro Cultural Ítaca. Maestra titular en la Maestría de PHC, INTEGRA y psicoterapeuta en consutorio privado.

Referencias:

  • Barraza, A. (2006). Un modelo conceptual para el estudio del estrés académico. Revista electrónica de Psicología Iztacala, 9(3), 110-129. https://www.iztacala.unam.mx/carreras/psicologia/psiclin/vol9num3/art6vol9no3.pdf
  • Henao-Pérez, J., López-Medina, D. C., Henao-Pérez, M., Castro-Rodríguez, V. C., & Castrillón-Aristizábal, M. (2023). Psiconeuroinmunoendocrinología de la Respuesta al Estrés, el Ciclo Circadiano y la Microbiota en la Artritis Reumatoide. Revista Colombiana de Psiquiatría52, S136-S145.
  • Herman, J. (2004) Trauma y recuperación: Cómo superar las consecuencias de la violencia. Editorial Espasa Calpe.
  • Kandhalu, P. (2013). Effects of cortisol on physical and psychological aspects of the body and effective ways by which one can reduce stress. Berkeley Scientific Journal18(1).
  • Levine, P. A. (2022). Curar el trauma: Descubre tu capacidad innata para superar experiencias negativas. Diana Editorial.
  • Maté, G. (2020). Cuando el cuerpo dice «NO»: La conexión entre el estrés y la enfermedad.Gaia Ediciones.
  • Maté, G., & Maté, D. (2023). El mito de la normalidad: trauma, enfermedad y curación en un cultura tóxica. Urano.
  • Reich, W. (1957) Análisis del carácter. Paidós.
  • Rogers, C. (2011). El proceso de convertirse en persona. Paidós.
  • Rosenberg, S. (2017). El nervio vago: su poder sanador.
  • Selye, H. (1936). A Syndrome produced by Diverse Nocuous Agents. Nature, 138, 32-32.
  • Van der Kolk, B. (2020). El cuerpo lleva la cuenta: Cerebro, mente y cuerpo en la superación del trauma.
  • Wilber, K. (2011). Breve historia de todas las cosas.Editorial Kairós.
  • Zárate, S., Parra, F. C., Acevedo-Triana, C., Sarmiento-Bolaños, M. J., & León, L. A. (2014). Efectos del estrés sobre los procesos de plasticidad y neurogénesis: una revisión [Effects of stress on plasticity and neurogenesis: A review]. Universitas Psychologica, 13(3), 1181–1214.

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