MTRA. PATY HERRERA ROSAS
La intención del presente ensayo es abordar la represión y control del cuerpo femenino a través de un recorrido histórico, antropológico, sociológico, donde analizo la doble moral con relación a lo sexual, la diferencia de educación entre las mujeres y los hombres, la prevalencia de la reglamentación religiosa y legal.
Después de decenas de años (Foucault, 1998), nosotros no hablamos del sexo, hablamos de su represión, lo que el miedo al ridículo o la amargura de la historia impiden relacionar a la mayoría de nosotros: la revolución y la felicidad; o la revolución y un cuerpo; o incluso la revolución y el placer.
Hablar contra los poderes, decir la verdad y prometer el goce; ligar entre sí la iluminación, la liberación y multiplicadas voluptuosidades; erigir un discurso donde se unen el ardor del saber, la voluntad de cambiar la ley y el esperado jardín de las delicias: he ahí indudablemente lo que sostiene en nosotros ese encarnizamiento en hablar del sexo en términos de represión; he ahí lo que quizá también explica el valor mercantil atribuido no sólo a todo lo que del sexo se dice, sino al simple hecho de prestar el oído a aquellos que quieren eliminar sus efectos. Después de todo, somos la única civilización en la que ciertos encargados reciben retribución para escuchar a cada cual hacer confidencias sobre su sexo: como si el deseo de hablar de él y el interés que se espera hubiesen desbordado ampliamente las posibilidades de la escucha, algunos han puesto sus oídos en alquiler.
DESARROLLO
“¿Por cuáles caminos hemos llegado a estar «en falta» respecto de nuestro propio sexo? ¿Cómo ha ocurrido ese desplazamiento que, pretendiendo liberarnos de la naturaleza pecadora del sexo, nos abruma con una gran culpa histórica que habría consistido precisamente en imaginar esa naturaleza culpable y en extraer de tal creencia efectos desastrosos?”
Foucault,1998.
Hablar de la represión con tanta abundancia y desde hace tanto tiempo, se debe a que está profundamente anclada, que posee raíces y razones sólidas, que pesa sobre el sexo de manera tan rigurosa que, una única denuncia no podría liberarnos. Tanto más largo sin duda cuanto que lo propio del poder —y especialmente de un poder como el que funciona en nuestra sociedad— es ser represivo y reprimir con particular atención las energías inútiles, la intensidad de los placeres y las conductas irregulares (Foucault,1998).
Es difícil imaginar que alguien puede sentir libertad y placer, si sus movimientos se ven limitados por alguna fuerza externa, lo que para Lowen (1994) significa poseer el derecho de buscar la propia felicidad. Nuestra conducta y expresiones están bajo el control de un superego, que tiene catalogado “lo que se debe” y no “lo que no se debe” hacer, y el poder para castigarnos si transgredimos sus mandamientos.
Pero una primera aproximación, realizada desde este punto de vista, parece indicar que desde el fin del siglo XVI la «puesta en discurso» del sexo, lejos de sufrir un proceso de restricción, ha estado por el contrario sometida a un mecanismo de incitación creciente; que las técnicas de poder ejercidas sobre el sexo no han obedecido a un principio de selección rigurosa sino, en cambio, de diseminación e implantación de sexualidades polimorfas, y que la voluntad de saber no se ha detenido ante un tabú intocable sino que se ha encarnizado —a través, sin duda, de numerosos errores— en constituir una ciencia de la sexualidad. Son estos movimientos los que querría hacer aparecer ahora de modo esquemático a partir de algunos hechos históricos que tienen valor de hitos. (Foucault,1998).
Queijeiro (2022), nos dice que cada época se levanta sobre los hombros de la anterior y que la ignorancia es la trampa de la ingenuidad y el centro del que abusa. El conocimiento libera y la claridad lo potencializa. Ser hombres y mujeres que vivimos sin mitos es conocerlos y reconocernos en ellos, tomarlos como un referente de vida y pasado, de lo que nos ha formado y conformado, hasta liberarnos de lo que ya no necesitamos más. Es atreverse a ser personajes valientes que aprovechan lo sembrado por otros, los caminos abiertos, dejar de ser testigos de una vida que nos vive, para abrazarla desde lo que sí se nos permite.
De acuerdo con la misma autora, el cambio y la evolución proviene de la certeza pacífica de que sí merecemos otra historia, la que nace de la libertad de entender los mitos. Primero hay que conocerlos y discernir lo que queremos vivir y lo que necesitamos creer para hacerlo de forma consciente. El tiempo de que otros decidan nuestro camino personal, lo que nos toca hacer o transitar, se extingue desde la decisión interna de que así sea. En palabras de Zweig (2018), el crecimiento psicológico es un proceso autoconsciente; para avanzar necesita esfuerzo e intencionalidad. La evolución avanza a través del individuo y de la colectividad.
En la historia de la especia humana, el cuerpo del hombre, ha sido capaz de tener transformaciones de tal forma que es el primer animal mamífero, en tener contacto frente a frente, es capaz de mirar la presencia del otro y con ello su genitalidad, la estructura y dinámica energética del organismo humano, el esquema corporal ha alcanzado su mayor grado de desarrollo, presentando tres segmentos principales: la cabeza, el tórax y la pelvis, y dos estrechamientos, el cuello y la cintura, que sirven de apoyo sobre los que ejecutan ciertos movimientos rotativos libres y placenteros. (Lowen,1985) (History Channel, 2014).
Por ende, el crecimiento, la maduración y el establecimiento de la base bioenergética del principio de realidad siguen una conocida ley biológica: el desarrollo avanza de la cabeza a la cola, es un proceso continuo, lento y que consta de innumerables experiencias cotidianas que amplían la conciencia que el organismo tiene de la realidad, tanto de la realidad interna como de la realidad externa de su entorno. (Lowen,1985)
El ser humano comenzó a conformar los pequeños grupos, tribus, clanes, sociedades recolectoras, comunas, con sus identidades delimitadas, la relación de la gente con la naturaleza estaba ligada a su relación con lo divino, con lo mágico, reside un sentido de unidad con el mundo natural (Zweig, 2018). Las comunas se regían bajo la Diosa Madre, obedecían al tiempo lunar donde se hace énfasis en la capacidad de crear vida y la fertilidad. El cuerpo de la mujer se hace evidente por los cambios ante ello en el proceso del embarazo y nacimiento, y sin aparente relación o participación del hombre. El apareamiento era garantía de la supervivencia de las especies. (History Channel, 2014).
Esas poblaciones eran seminómadas; estaban descubriendo la agricultura muy poco a poco, los hombres y las mujeres salían a cazar, recolectar, nadie era dueño de nadie, se organizaban por habilidades, no por jerarquía. Estas formas de poblaciones desaparecieron lamentablemente debido a la guerra, las jerarquías y el miedo ganaron su lugar. Queijeiro (2022).
Un costo de la norma patriarcal unilateral es el corte primordial de las mujeres a la conexión con la naturaleza, a su poder instintivo subordinándose a los hombres. Lo divino, asociado previamente con la naturaleza, y con el cuerpo humano, se desvaneció en los reinos celestiales, convirtiendo en profana gran parte de las cosas que antes se vivían como sagradas. (Zweig, 2018). En las poblaciones nómadas patriarcales, la mujer pasa a ser producto, posesión y máquina de crianza y herencia; siendo uno de los puntos clave pues históricamente, la mujer, se vivirá en la ambivalencia de una sociedad, entre dos extremos de los polos. (History Channel, 2014).
En el mediterráneo con el Imperio Greco-Romano, la mujer adquiere categoría sexual, objeto de deseo sin voluntad propia, que se podía poseer. Los hombres se convierten en sus guardines a través de su control. La pugna por la supremacía fue otro de los factores que intercedieron, pues el matrimonio era una forma de sometimiento para la mujer, el casamiento ocurría en cuanto se presentaba la primera menstruación y formaba parte de la domesticación de infancia a madurez, para la producción de descendencia de ciudadanos. La mujer matrimoniada era encerrada, recluida y aislada, por temor a cometer adulterio. Se les permitía salir una vez al año a la ceremonia de fertilidad para hacer ofrendas a la Diosa Demetra, diosa de la agricultura. Se les permitía hacer actividades fuera de casa después de haber dedicado 10 años a la educación de los hijos. (History Channel, 2017).
El emperador Augusto aprobó una serie de leyes para fomentar el matrimonio de los ciudadanos con gente de su misma clase y así poder contar con horcas de descendientes, preferentemente varones, pura sangre y de la más alta categoría. Afianzar estándar de doble moral en el imperio romano. (Queijeiro, 2018)
Mientras que las mujeres que eran esclavas provenientes de motines de guerra o familias caídas por la depresión económica eran sometidas a la prostitución en burdeles fuera de la ciudad, obligadas a exhibir sus cuerpos en ropas transparentes y a pagar impuestos al gobierno. Se les clasificaba por precios: calle, contratadas (para entretener a los simposios para tocar música o conversaran) y etarias. Hubo un uso predominante de plantas como la granada, la menta, el vino y hojas de vitex, que regulaban la menstruación, así como remedios abortivos.
Los hombres tenían permitido tener amantes ya sea mujer u hombre, predominan las relaciones homosexuales, mismas que eran practicadas en los Gimnasios- lugares a donde los hombres acudían desnudos-. En esta época era común que los filósofos, adultos mayores tuvieran una relación con adolescentes hombres, los padres de dichos adolescentes consentían el permiso y era un privilegio. Para hacerlo oficial se hacían Simposios, al invitado de honor por extremada belleza, el lugar era adornado con figuras masculinas esculpidas y plasmadas en jarrones. (History Channel, 2017).
La Edad Media se extendió por más de diez siglos en todo el continente europeo, y con ello la raíz ferviente del cristianismo, convertido en catolicismo obligatorio por órdenes del emperador romano Teodosio El Grande. En el siglo V, tuvo lugar la barbarización del imperio, con la Batalla de las Naciones en los Campos Cataláunicos, donde romanos y barbaros vencieron juntos en Atila, al gran jefe huno, los primeros les prometieron un nuevo nombramiento, así pues, los reyes coronados a lo largo de Europa eran en realidad jefes tribales bárbaros, no católicos.
La combinación de circunstancias, interpretaciones ventajosas y las costumbres enraizadas en esta época dejaron a la mujer como una propiedad del padre, pasa al marido, el cual sería su señor y, por tanto, su dueño. A partir de aquí la mujer perdió valor en sí misma, diluyó su centro en las decisiones del padre y el esposo. Fue forzada también por la madre, abuelas y linaje. (Queijeiro, 2022)
De acuerdo con Foucault (1998) el proyecto de la «puesta en discurso» del sexo se había formado hace mucho tiempo, en una tradición ascética y monástica. En el siglo XVII lo convirtió en una regla para todos. Se dirá que, en realidad, no podía aplicarse sino a una reducidísima élite; la masa de los fieles que no se confesaban sino raras veces en el año escapaban a prescripciones tan complejas. Pero lo importante, sin duda, es que esa obligación haya sido fijada al menos como punto ideal para todo buen cristiano. Se plantea un imperativo: no sólo confesar los actos contrarios a la ley, sino intentar convertir el deseo, todo el deseo, en discurso. Si es posible, nada debe escapar a esa formulación, aunque las palabras que emplee deban ser cuidadosamente neutralizadas. La pastoral cristiana ha inscrito como deber fundamental llevar todo lo tocante al sexo al molino sin fin de la palabra. La prohibición de determinados vocablos, la decencia de las expresiones, todas las censuras al vocabulario podrían no ser sino dispositivos secundarios respecto de esa gran sujeción: maneras de tornarla moralmente aceptable y técnicamente útil. En una época donde dominaban consignas muy prolijas de discreción y pudor, fue el representante más directo y en cierto modo más ingenuo de una plurisecular conminación a hablar del sexo. El accidente histórico estaría constituido más bien por los pudores del «puritanismo Victoriano»; serían en todo caso una peripecia, un refinamiento, un giro táctico en el gran proceso de puesta en discurso del sexo.
No hay que olvidar que la pastoral cristiana, al hacer del sexo, por excelencia, lo que debe ser confesado, lo presentó siempre como el enigma inquietante: no lo que se muestra con obstinación, sino lo que se esconde siempre, una presencia insidiosa a la cual puede uno permanecer sordo pues habla en voz baja y a menudo disfrazada.
El propio mutismo, las cosas que se rehúsa decir o se prohíbe nombrar, la discreción que se requiere entre determinados locutores, son menos el límite absoluto del discurso (el otro lado, del que estaría separado por una frontera rigurosa) que elementos que funcionan junto a las cosas dichas, con ellas y a ellas vinculadas en estrategias de conjunto. No cabe hacer una división binaria entre lo que se dice y lo que se calla; habría que intentar determinar las diferentes maneras de callar, cómo se distribuyen los que pueden y los que no pueden hablar, qué tipo de discurso está autorizado o cuál forma de discreción es requerida para los unos y los otros. No hay un silencio sino silencios varios y son parte integrante de estrategias que subtienden y atraviesan los discursos. (Foucault,1998)
Del Siglo XVI al XIX la sexualidad de la mujer estaba regulada por códigos legales que establecían derechos, pero sobre todo obligaciones que asumen, las reglas son claras con respecto al comportamiento tanto en plano público como privado. Establecen el comportamiento durante el matrimonio, que es la única forma en que hombre y mujer podían tener sexo, cómo evitar bigamia, adulterio, alcahuetería y la prostitución. Una buena mujer debe ser obediente y fiel, su obligación era servir al marido y en ausencia de este a su padre o su hermano. Las mujeres estaban hechas para el encierro, al no poder enfrentarse al plano mundano, se les consideraba débiles y propensas al pecado. Guardiana de valores cristianos, conducta misma que debía reflejarse tanto en lo público y privado pues formaría a los nuevos hijos de Dios, no puede relajar la conducta, es sola. Autoridades civiles recomiendan hacer vida marital. Las mujeres que se negaban eran encerradas en casa o de algún familiar o recogimientos. No estaba habilitado el divorcio para aquella época, sólo la separación de cuerpos, cama y mesa. La mujer podía solicitar divorcio, pero debía ser enclaustrada en recogimiento o gente proba, garantizar santidad y el cuidado de su virtud. (Canal 22, 2018).
En el siglo XVIII el sexo llega a ser asunto de «policía». Pero en el sentido pleno y fuerte que se daba entonces a la palabra —no represión del desorden sino mejoría ordenada de las fuerzas colectivas e individuales: «Afianzar y aumentar con la sabiduría de sus reglamentos el poder interior del Estado, y como ese poder no consiste sólo en la República en general y en cada uno de los miembros que la componen, sino también en las facultades y talentos de todos los que le pertenecen, se sigue que la policía debe ocuparse enteramente de esos medios y de ponerlos al servicio de la felicidad pública. Ahora bien, no puede alcanzar esa meta sino gracias al conocimiento que tiene de esas diferentes ventajas.» Policía del sexo: es decir, no el rigor de una prohibición sino la necesidad de reglamentar el sexo mediante discursos útiles y públicos.
A través de la economía política de la población se forma toda una red de observaciones sobre el sexo. Nace el análisis de las conductas sexuales, de sus determinaciones y efectos, en el límite entre lo biológico y lo económico. También aparecen esas campañas sistemáticas que, más allá de los medios tradicionales — exhortaciones morales y religiosas, medidas fiscales— tratan de convertir el comportamiento sexual de las parejas en una conducta económica y política concertada. (Foucault,1998).
Cuando la mujer casada se hacía de un amante, su honor no importaba, importaba lo que preocupaba a leyes civiles y cánones religiosos era la honorabilidad del cónyuge. Eran consideradas mujeres amantes, adulteras, que daban rienda suelta a su sexualidad, vestían provocativamente, que gustaban por el juego, el baile, el fumar, tienen actitudes desviantes que violan la fe católica, barreras morales y sexuales de la conducta establecida. El diablo podía engañarlas debido a su naturaleza, desde perspectiva de la religión católica basada en la biblia. (Canal 22, 2018).
Las mujeres eran consideradas como perversas, generadoras de enfermedades. El texto bíblico de los proverbios calificó a la prostituta como mujer de fosa profunda y estrecho pozo que siempre está al acecho como un bandido dedicado a multiplicar infidelidad de los hombres. Mientras que el nuevo testamento menciona que la prostitución destruye vidas y familias, siendo un camino seguro a la muerte física y espiritual. Al ofrecer el cuerpo por dinero incurren en ofensa a Dios, pues el cuerpo no es para la inmoralidad sexual sino para el señor. Sin embargo, la prostitución debía de ser tolerada por el bien público en ésta época, pues también eran consideradas como miembro garante para proteger la honra de mujeres decentes. (Canal 22, 2018).
Hasta fines del siglo XVIII, tres grandes códigos explícitos —fuera de las regularidades consuetudinarias y de las coacciones sobre la opinión— regían las prácticas sexuales: derecho canónico, pastoral cristiana y ley civil. Fijaban, cada uno a su manera, la línea divisoria de lo lícito y lo ilícito. Pero todos estaban centrados en las relaciones matrimoniales: el deber conyugal, la capacidad para cumplirlo, la manera de observarlo, las exigencias y las violencias que lo acompañaban, las caricias inútiles o indebidas a las que servía de pretexto, su fecundidad o la manera de tornarlo estéril, los momentos en que se lo exigía (períodos peligrosos del embarazo y la lactancia, tiempo prohibido de la cuaresma o de las abstinencias), su frecuencia y su rareza —era esto, especialmente, lo que estaba saturado de prescripciones. El sexo de los cónyuges estaba precedido por reglas y recomendaciones. La relación matrimonial era el más intenso foco de coacciones; sobre todo era de ella de quien se hablaba; más que cualesquiera otras, debía confesarse con todo detalle. Estaba bajo estricta vigilancia: si caía en falta, tenía que mostrarse y demostrarse ante testigo. (Foucault,1998).
Para la prostitución también hubo imposición de reglamentación a través del Sistemas Francés, que apelaba a la importancia de protección de la inocencia y modestia femenina, protección de prosperidad masculina y necesidad de proteger la salud de la población, en este caso principalmente la militar extranjera que llegaba a México. Las mujeres debían estar inscritas en registros de policía, trabajar en burdeles cerrados, asistir de 2 a 3 veces por semana a la revisión ginecológica pública, sin secrecía médica. En caso de enfermar de sífilis, eran llevadas al médico y debían esperar el alta para volver a ejercer. Los médicos eran autorizados y reglamentados por el estado. En caso de embarazo, se le daba resguardo y se les llevaba al hospital, se les daba opción de renuncia, en caso negativo, el estado tomaba al hijo y lo llevaba a una casa cuna donde se hacía cargo de él. (Canal 22, 2018).
Entre 1851 a 1865 se crearon leyes para complementar la legislación sobre prostitución, decretos para comisarías de casa de prostitución y reglamento interior para casas de tolerancia. Se les encarcelaban a las mujeres por no llevar libreta de tolerancia, vestir indecente, exhibirse en puertas y ventanas de burdeles. Además, el gobierno establecía los espacios por urbes y modalidad callejera: las puertas de las habitaciones de los burdeles debían contar con vidrios en sus puertas para poder observarlas y sin cerraduras. Después del acto sexual era necesario el aseo de genitales. Para salir de los registros de la policía como prostituta se debía comprobar que no había adeudo de multas y cuotas provenientes de su actividad, además de no padecer enfermedad venérea. (Canal 22, 2018).
Romper las leyes del matrimonio o buscar placeres extraños significaba, de todos modos, condenación. En la lista de los pecados graves, separados sólo por su importancia, figuraban el estupro (relaciones extramatrimoniales), el adulterio, el rapto, el incesto espiritual o carnal, pero también la sodomía y la «caricia» recíproca. En cuanto a los tribunales, podían condenar tanto la homosexualidad como la infidelidad, el matrimonio sin consentimiento de los padres como la bestialidad.
¿Acaso la puesta en discurso del sexo no está dirigida a la tarea de expulsar de la realidad las formas de sexualidad no sometidas a la economía estricta de la reproducción?: decir no a las actividades infecundas, proscribir los placeres vecinos, reducir o excluir las prácticas que no tienen la generación como fin. A través de tantos discursos se multiplicaron las condenas judiciales por pequeñas perversiones; se anexó la irregularidad sexual a la enfermedad mental; se definió una norma de desarrollo de la sexualidad desde la infancia hasta la vejez y se caracterizó con cuidado todos los posibles desvíos; se organizaron controles pedagógicos y curas médicas; los moralistas, pero también (y, sobre todo) los médicos reunieron alrededor de las menores fantasías todo el enfático vocabulario de la abominación. (Foucault,1998).
La explosión discursiva de los siglos XVIII y XIX provocó dos modificaciones en ese sistema centrado en la alianza legítima. En primer lugar, un movimiento centrífugo respecto a la monogamia heterosexual. Por supuesto, continúa siendo la regla interna del campo de las prácticas y de los placeres. Pero se habla de ella cada vez menos, en todo caso con creciente sobriedad. Se renuncia a perseguirla en sus secretos; sólo se le pide que se formule día tras día. La pareja legítima, con su sexualidad regular, tiene derecho a mayor discreción. Tiende a funcionar como una norma, quizá más rigurosa, pero también más silenciosa. (Foucault,1998).
En términos de represión, las cosas son ambiguas. Indulgencia, si se piensa que la severidad de los códigos a propósito de los delitos sexuales se atenuó considerablemente durante el siglo XIX, y que a menudo la justicia se declaró incompetente en provecho de la medicina. Pero astucia suplementaria de la severidad si se piensa en todas las instancias de control y en todos los mecanismos de vigilancia montados por la pedagogía o la terapéutica. La confesión se convirtió, en Occidente, en una de las técnicas más altamente valoradas para producir lo verdadero. Desde entonces hemos llegado a ser una sociedad singularmente confesante. La confesión difundió hasta muy lejos sus efectos: en la justicia, en la medicina, en la pedagogía, en las relaciones familiares, en las relaciones amorosas, en el orden de lo más cotidiano, en los ritos más solemnes; se confiesan los crímenes, los pecados, los pensamientos y deseos, el pasado y los sueños, la infancia; se confiesan las enfermedades y las miserias; la gente se esfuerza en decir con la mayor exactitud lo más difícil de decir, y se confiesa en público y en privado, a padres, educadores, médicos, seres amados; y, en el placer o la pena, uno se hace a sí mismo confesiones imposibles de hacer a otro, y con ellas escribe libros. La gente confiesa —o es forzada a confesar. (Foucault,1998).
Al convertir la confesión no ya en una prueba sino en un signo, y la sexualidad en algo que debe interpretarse, el siglo XIX se dio la posibilidad de hacer funcionar los procedimientos de la confesión en la formación regular de un discurso científico. La obtención de la confesión y sus efectos son otra vez cifrados en la forma de operaciones terapéuticas. Lo que significa en primer lugar que el dominio del sexo ya no será colocado sólo en el registro de la falta y el pecado, del exceso o de la trasgresión, sino —lo que no es más que una trasposición— bajo el régimen de lo normal y de lo patológico; por primera vez se define una morbilidad propia de lo sexual; aparece como un campo de alta fragilidad patológica: superficie de repercusión de las otras enfermedades, pero también foco de una nosografía propia, la del instinto, las inclinaciones, las imágenes, el placer, la conducta. En todo caso, desde hace casi ciento cincuenta años, está montado un dispositivo complejo para producir sobre el sexo discursos verdaderos: un dispositivo que atraviesa ampliamente la historia puesto que conecta la vieja orden de confesar con los métodos de la escucha clínica.
Pero la medicina ha entrado con fuerza en los placeres de la pareja: ha inventado toda una patología orgánica, funcional o mental, que nacería de las prácticas sexuales «incompletas», ha clasificado con cuidado todas las formas anexas de placer; las ha integrado al «desarrollo» y a las «perturbaciones» del instinto; y ha emprendido su gestión. (Foucault,1998).
La medicalización de lo insólito es, a un tiempo, el efecto y el instrumento de todo ello. Internadas en el cuerpo, convertidas en carácter profundo de los individuos, las rarezas del sexo dependen de una tecnología de la salud y de lo patológico. E inversamente, desde el momento en que se vuelve cosa médica o medicalizadle, es en tanto que lesión, disfunción o síntoma como hay que ir a sorprenderla en el fondo del organismo o en la superficie de la piel o entre todos los signos del comportamiento. El poder que, así, toma a su cargo a la sexualidad, se impone el deber de rozar los cuerpos; los acaricia con la mirada; intensifica sus regiones; electriza superficies; dramatiza momentos turbados. Abraza con fuerza al cuerpo sexual. Acrecentamiento de las eficacias —sin duda— y extensión del dominio controlado. Pero también sensualización del poder y beneficio del placer. Lo que produce un doble efecto: un impulso es dado al poder por su ejercicio mismo; una emoción recompensa el control vigilante y lo lleva más lejos; la intensidad de la confesión reactiva la curiosidad del interrogador; el placer descubierto fluye hacia el poder que lo ciñe.
La implantación de las perversiones es un efecto-instrumento: merced al aislamiento, la intensificación y la consolidación de las sexualidades periféricas, las relaciones del poder con el sexo y el placer se ramifican, se multiplican, miden el cuerpo y penetran en las conductas. Y con esa avanzada de los poderes se fijan sexualidades diseminadas, prendidas a una edad, a un lugar, a un gusto, a un tipo de prácticas. Proliferación de las sexualidades por la extensión del poder; aumento del poder al que cada una de las sexualidades regionales ofrece una superficie de intervención: este encadenamiento, sobre todo a partir del siglo XIX, está asegurado y relevado por las innumerables ganancias económicas que gracias a la mediación de la medicina, de la psiquiatría, de la prostitución y de la pornografía se han conectado a la vez sobre la desmultiplicación analítica del placer y el aumento del poder que lo controla. Poder y placer no se anulan; no se vuelven el uno contra el otro; se persiguen, se encabalgan y reactivan. Se encadenan según mecanismos complejos y positivos de excitación y de incitación.
De allí esos dispositivos de saturación sexual tan característicos del espacio y los ritos sociales del siglo XIX. Se dice con frecuencia que la sociedad moderna ha intentado reducir la sexualidad a la de la pareja, pareja heterosexual y, en lo posible, legítima.
CONCLUSIONES:
Como bien lo menciona Connie Zweig (2018) el abuso considerable y bien documentado de las mujeres y las tierras, su negación y desvalorización, la devastación de lo físico y lo instintivo a causa de guerras geopolíticas y económicas producidas por el poder egótico del Gran Padre, son más que el reflejo del sometimiento, individual y colectivo a su dominio competitivo, separativo y jerárquico. En nuestra cultura occidental ha sido un desarrollo excesivo de la perspectiva masculina lo que ha desembocado en una glorificación de la razón, de la objetividad, de la separatividad, la ausencia de compromiso y el desprecio por los sentimientos subjetivos y las emociones vitales. Esta poderosa fuerza masculina es la principal responsable de la opresión en las mujeres.
Si a lo anterior le sumamos que los discursos de la edad media a la actualidad aún son vigentes y extremadamente marcados para algunas sociedades, donde hay cavidad para la violencia en cualquiera de sus modalidades hacía la mujer, su cuerpo, su conducta, su emocionalidad, su reproductividad, su libertad a medias. Entonces como lo advierte Foucault (1998) se debe hablar del sexo, se debe hablar públicamente y de un modo que no se atenga a la división de lo lícito y lo ilícito, incluso si el locutor mantiene para sí la distinción; se debe de insertar en sistemas de utilidad, regular para el mayor bien de todos, hacer funcionar según un óptimo. El sexo no es cosa que sólo se juzgue, es cosa que se administra. Participa del poder público; solicita procedimientos de gestión; debe ser tomado a cargo por discursos analíticos. Lo esencial no está en todos esos escrúpulos, en el «moralismo» que traicionan, en la hipocresía que en ellos se puede sospechar, sino en la reconocida necesidad de que hay que superarlos.
Es necesario descifrar la forma en que las relaciones de género y sus expresiones simbólicas y culturales y de poder cruzan las dinámicas contextuales de lo público y lo privado, donde se vive y actualiza la violencia social. Implica analizar cómo las mujeres y los hombres participan en ellas y, a partir de eso, realizar intervenciones que desactiven las relaciones violentas hasta erradicarlas.
Observo la necesidad imperante de crear espacios seguros para la consulta psicoterapéutica que involucra el trabajo con el cuerpo, por ende, implícitamente el sexo. Es responsabilidad del Psicoterapeuta conocer los modelos interpretativos, referentes históricos, cuestionar en la medida de lo posible los códigos éticos, valores, creencias, la propia historia y aquello que aún lo limita como ser humano en desarrollo, para recibir al otro, además de evitar maltratar, juzgar o etiquetar bajo constructos moralistas en vez de los humanistas.
A través del acompañamiento en PHC el paciente se permite descubrir el ajuste creativo realizado en su cuerpo ante las exigencias de la cultura, la sociedad, la familia y sí mismo. Se apuesta por una relación terapéutica donde el otro puede ser y expresar, significa una relación viva y auténtica con el mundo, que se opone a la apariencia y se refiere a la verdadera naturaleza, a la verdadera realidad de una persona. En contraposición con el mundo de posesión y propiedad, con el deseo convertir propiedad a todo el mundo y todas las cosas.
Mtra. Paty Herrera Rosas
Licenciada en Psicología Humanista y Maestra en Psicoterapia Humanista Corporal. Cuenta con estudios de posgrado en sexualidad, género y erotismo, Inteligencia Emocional y Somática y en Bioenergética y aplicación de técnicas psicoterapéuticas corporales.
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